Papá
Noel entra a la tienda. Camina con el aplomo del marinero que recién desembarca
y siente el suelo inestable. Un borde de barro rodea sus botas, deja reguero. Es
petizo, panzón, tiene nariz redonda y una rajadura en los lentes. No transpira,
no está siquiera sonrojado. Las miradas le caen indiscretas. Se acerca mucho
para leer los precios, se arquea hacia atrás para compensar el peso de la panza,
se tironea la barba. La crisis revienta al país, por lo que ver a alguien llenar
carros genera estupor. Los va acomodando en fila repletos de juguetes, ropa,
útiles escolares, indumentaria deportiva, celulares.
Una de
las empleadas lo aborda:
—Señor,
¿usted va a pagar todo eso?
Es una
pregunta retórica, casi una advertencia, ante la que el hombre reacciona
levantando las cejas y frunciendo la boca.
—¿Y
usted qué cree? Este polirrubro es privilegiado, voy a comprar todo el stock, nada
más necesito clasificar un poco.
Señala los
carros y hace un círculo con el índice, mira a la encargada con diversión, como
si conociera el libreto. Vamos, como si la hubiera tratado antes. Se rasca la mejilla
metiéndose los dedos en la barba, lleva la otra mano al ciático.
—A menos
que usted quiera que me vaya. Este año salió sorteado este pueblo, señorita. Me
vine desde allá. —Señala el norte.
La cara
de la chica es un poema. El anciano combina carisma con poder de persuasión, es
irresistible y está consciente de ello, lo presume con descaro. Es una abuela
diciéndole al nieto: ¿pastelitos o buñuelos? ¿O querés churros con chocolate, corazón?
¿Helado? Sé que te puedo comprar, decile a la nona lo que querés.
—Ah —dice
ella. Deja la boca abierta y él le sonríe achinando los ojos.
—A veces
llaman a la policía —asiente él—, en esos casos volvemos a sortear, sale otro
pueblo y listo. A veces un barrio de ciudad.
La
empleada ha bajado un poco la cabeza y lo estudia con estupefacción. Un nene se
zafa de los brazos de la madre y corre hacia él. Le tira del saco con ansiedad,
le pide un perrito. Papá Noel extrae un post
it del bolsillo y escribe. Es un vale. Vale por un perrito. Le indica que
lo enganche al arbolito el veinticuatro a la noche, pero la madre interrumpe y
se lleva al hijo de un brazo. El nene se deja arrastrar con obediencia, tiene
el papel aferrado y un brillo de fascinación en los ojos.
—¿Puedo
seguir, querida?
—Si va a pagar todo —vacila la encargada—, supongo
que sí. ¿Va a abonar con débito, crédito o en efectivo? En efectivo tenemos diez
por ciento de descuento.
La boca de él se vuelve una línea fina rodeada de
surcos de nieve que forman un cielo de Van Gohg.
—Crédito,
Laurita.
—¿Cómo
sabe mi nombre?
El
hombre tuerce la boca, cómico. Apunta a la identificación que cuelga del
uniforme de ella. Eso parece tranquilizarla, convencerla de que todo va bien,
de que capaz es un millonario de esos que enloquecen porque lo tienen todo y nada
los saca del aburrimiento. Tal vez uno de esos filántropos que necesitan desprenderse
de la plata porque hicieron un retiro budista o porque quieren que el dios
cristiano les perdone sus trastadas. Y por qué no dejarlo hacer el bien,
después de todo, si va a pagar.
—Faltan
quince días para Navidad y hace calor —comenta ella, evaluando la apariencia
del desconocido. Se fija en el gorro grueso, en la finura del cabello, en el
insólito aspecto del iris, que parece esculpido en labradorita, en las escamas
tatuadas que se traslucen debajo de algún maquillaje ahí en el cuello, donde ya
inicia el tapado de fieltro rojo. Hay algo en él que no encaja, pero no logra distinguir
qué.
—En
pocas horas todo va a costar el doble. En quince días será el horror —explica
él—, lo vi en el oráculo.
—Ah.
Laura
Fernández mueve afirmativamente la cabeza, le da el visto bueno y se retira. La
gente vigila de soslayo la figura extravagante, su porte seguro, su caminar
descoordinado, su proceder absurdo. En dos horas Papá Noel llena todos los
carros libres y los dispone como vehículos en un estacionamiento. Como tienen el frente más angosto, forman un semicírculo. Lo que sigue entonces
solo lo recordarán las cámaras de seguridad y el niño con el vale del perrito,
pero de las cámaras nadie se fiará, por todo esto de las IAs, y al chico los
padres no lo dejarán hablar.
Papá
Noel mira los changos, satisfecho, y la cola de gente comprando pequeñeces,
cuidando el billete. Se arquea hacia atrás, se acaricia la panza como una
embarazada y empieza a tararear una canción. La gente lo contempla con reticencia
al principio, ven en su compra masiva un acto de ostentación, algo
definitivamente sórdido, pero la canción resulta cálida y dulce, ablandadora. Así
que él sigue parado examinando la muchedumbre y tarareando con parsimonia, de a
poco eleva el volumen y su voz se va tornando aguda y modulada. Sugestiva.
—¿Qué
canta? —le pregunta una señora.
—Kulning
—responde sin más.
Ella se
repliega al ver que al interrumpirse el anciano no recupera el tono natural.
—Da
miedo.
El
hombre extiende una sonrisa compasiva. Reanuda el canto suavemente. Alza más el
volumen y se mueve con swing mientras se tuerce hacia atrás como quien acumula
aire para soltarlo con fuerza. El lobo que tumbará la casita de los cerditos.
Canta con
gracia por un buen rato y la gente va deteniéndose a escuchar. Se va
congelando. Cuando sube más los decibeles las personas se vuelven a mover. Dejan
su carga y agarran un changuito del estacionamiento, colmado, lo llevan a la caja. Cada cliente paga uno, lo
saca a la vereda, lo baja por una rampa y descarga su contenido en un acoplado de
quince metros de largo que dice en un costado Santa Claus y en el otro tiene un
logo como el de Starbucks pero con un tritón. Sumisos igual que si hubieran
tragado burundanga llenan todo el espacio y aseguran el remolque con lonas y
cuerdas. Después, como si nada, reingresan al local, a su lugar en la cola, a
su carro, a su cesta.
El viejo
disminuye gradualmente la estridencia del canto hasta quedar en silencio y la
actividad cotidiana se restaura. Los clientes retoman las conversaciones en el
punto en que las suspendieron, los cajeros continúan el cobro, los repositores
hallan los anaqueles vacíos y descienden al sótano donde los recibe el desabastecimiento.
La encargada lo despide con un movimiento de
cabeza. Él levanta la mano para saludarla y ella aprecia otro tatuaje de
escamas incrustado en la muñeca. Le parece original, hiperrealista.
—Gracias
por su compra —le dice, aturdida.
Él esboza un gesto como de tocar la flauta y se evapora
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